miércoles, 6 de junio de 2018

El país del hambre. Capítulo 2


Hoy quiero hablarles de Caraota. No sé su nombre, su edad o de dónde viene.
Su piel morena, ajada y sucia por la exposición constante a la intemperie le otorga un aire algo desagradable a la vista. La verdad es que intimida un poco, ¿para qué mentirles?
Según mis cálculos erráticos, tiene al menos 17 años, sobrevive en las calles y de vez en cuando lo veo, cuando visito el negocito en crecimiento de mi hermano.



Él lo ayuda de vez en cuando, a veces le da comida, ropa y calzado. De vez en cuando. Como se puede y cuando se puede porque, ya saben, no siempre hay, ni siquiera para uno.

Como les conté hace tiempo, en una publicación que hice en instagram, mi hermano tiene un corazón enorme y una nobleza envidiable de a ratos. Caraota lo siente como un papá, a mí me llama tía y abuela a mi mamá. A todos nos pide la bendición y se sienta a gusto a jugar y conversar con mis sobrinas (de sangre) cada vez que se puede.
Siempre que nos vemos se sienta a charlar conmigo de alguna cosa y me pregunta por cuanto se le ocurre.  Le grada escucharme hablar mi inglés deficiente y siempre me pregunta por alguna palabra nueva, incluso en español. A veces le corrijo la pronunciación y forma de hablar y, contrario a molestarse, repite con detenimiento hasta  decir las palabras bien.
No se droga, gracias a Dios, pero come poco, viste harapos y, para qué negarlo, roba de vez en cuando y de cuando en vez para ver si logra comer algo.

Volvió a hacerlo hace diecisiete días. Le arrebató el celular a alguien y lo vendió para echarle algo al estómago. Sabrá Dios cuántos días estuvo con las tripas devorándose entre sí.

En esta ocasión lo atraparon unos uniformados. Unos de esos que con frecuencia llamamos sádicos de vocación, ladrones por oficio y asesinos por diversión. Ratas inmundas por convicción que se hacen de artimañas baratas para tener a la ley a su favor.

Lo apresaron como es el deber ser. Estuvo 15 días tras las rejas pagando por un delito menor. Sin juicio, sin condena. Simplemente tras las rejas.

Hace dos días volvió a las calles. Todo tranquilo, todo bien.

El único problema es que en esta narrativa yo he hecho algo mal.
Les cuento todo en tiempo presente como si todo fuese real, tangible y vigente.

Hace dos días volvió a las calles.

Nada está bien.

Anoche sonó el teléfono, era mi hermano.

“A Caraota lo mataron”

No hay razones, no hay culpables, sólo un cuerpo sin familia que lo reclame.

No hay nada.

Pasa la noche, llega la mañana, iniciamos el día con el ánimo por el suelo.

Llegamos al trabajo.

Vuelve a sonar el teléfono, era mi hermano.

“Fueron los policías”

Luego de soltarlo lo siguieron durante dos días. Lo capturaron de nuevo anoche, lo llevaron a un terreno baldío, solitario, que hasta Dios olvidó que existe y con puntería certera uno de ellos imprimió una quemadura circular en su pecho.

Era una bala. Justo en medio.

Y como si de una producción cinematográfica magistral se tratase, lo grabaron en video. Inmortalizaron ese momento para advertir a otro niño que liberaron junto a él.

“Si no quieres terminar así, no queremos volver a verte”

Ese fue el discurso heroico del buen samaritano que trabaja incansable para limpiar nuestras calles de la maldad y la desobediencia.

Para la verdad procesal, se trató de un enfrentamiento a mano armada ente efectivos policiales y una banda delictiva, cuyo nombre habrían inventado

Para la verdad verdadera, fue sólo un momento de diversión entre colegas.

¡UNA BURLA!

Y allí quedó.

Un cuerpo más tirado en algún piso inmundo.

Otro más de los que engordan la lista de pérdidas humanas que tenemos en Venezuela.

Allí quedo, el niño sin familia que nos pedía la bendición y me preguntaba el significado de las palabras.
El que me veía tímido y le daba vergüenza que me le acercara a darle un beso en la mejilla o le tomara la mano para saludar.
El morenito inmundo que no tiene velas ni dolientes.
Al que nadie va a reclamar a la morgue.

Esta vez fue él el elegido como tributo a los Dioses malditos de esta cofradía de culto al mal que gobierna nuestro país. La ofrenda viva fácil de olvidar, entregada con devoción y fanatismo a esa magnífica deidad que convirtió a Venezuela en una pocilga a la que me gusta llamar, de vez en cuando y de cuando en vez “El país del hambre”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario