sábado, 11 de abril de 2015

Mi cerebro es un jodido accidente de la genética.

Quiero deshacerme de todo aquello que siento pero no puedo.
¿Sabes por qué?
Porque no tengo nada que sentir, nada de qué deshacerme.

Fui protagonista una vez de una historia que me encantaba, se titulaba: La infancia de la niña sola.
Lo que más me gusta de aquellos días es que no los recuerdo.
Solo tengo una idea vaga, inculcada por mis cuidadores de que era una niña amada y solitaria, pero no lo sé.

Mis memorias son un espejismo enfermo, inoculado en mi vocabulario por quienes moldean mi pensamiento público, ese que dejo ver a otros.

Hablo a veces de recuerdos que no recuerdo sólo porque me los han contado.
Lo divertido es que se supone que son míos.
Triste, ¿No es verdad?

Aunque, si lo pienso, el secreto de mi absoluta felicidad es mi mala memoria.
No sé guardar rencores y olvidar los males pequeños es una buena forma de ser feliz.
Son pocas las cosas que soy capaz de rememorar, y casualmente son aquellas que me han hecho daño de verdad.

Creo que eso me convierte en alguien miserable que no para de reír a propósito para no venirse abajo llena de lágrimas inexplicables e injustificadas.

Y ya en este punto he comenzado a contradecirme. Pero ya ves... Pierdo la coherencia con facilidad, tal vez tenga que ver con el hecho de que no recuerdo la mitad de las cosas que digo, ni la mitad de las cosas que hago. La otra mitad de todo finjo que las olvido, y el resto finjo que no me importa, aunque me desgarre por dentro.

Creo que ya he caído en algo parecido a la bipolaridad, aunque no comprendo muy bien el concepto, pero creo que no importa.
O tal vez sí.


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