viernes, 3 de noviembre de 2017

El País del Hambre





Foto: @fortunecris

Hoy fui con mi mamá a comer  en una pequeña feria al aire libre que queda relativamente cerca de casa.
Eventualmente vamos allí, a darnos un gusto, olvidarnos de la agobiante rutina y gastar la mitad del sueldo en comida chatarra que se alojará en nuestras caderas y nos hará sentir mal al terminar la noche. Fuimos allí a continuar con el mal hábito de una alimentación deplorable cuando se te agota la lista de opciones.

Esta noche yo pedí una pizza pequeña y ella se conformó con un helado. Tenía baja de azúcar. La depresión, y el estrés le elevan notablemente los signos de ansiedad y opta por comer mucho dulce, buscando complacer a su organismo insatisfecho.

Esa feria no es muy diferente a las demás del país. Se limita a un grupo de negocios de comida en pésimo estado, con iluminación media, alineados en semicírculo con un pequeño grupo de mesas y sillas desechas en medio.

Allí van las personas de la comunidad a pasar el rato, compartir en grupos y degustar comida grasosa, alta en carbohidratos y bebidas gaseosas. Eso es tan normal que pasa desapercibido.

Tan natural y cotidiano como los hijos del hambre. Así los llamo.
Me refiero al típico grupete de niños desnutridos, a duras penas vestidos, con la piel opaca, el cabello desastroso y muchas veces sin zapatos que se pasean entre las mesas con las miradas llenas de necesidad, las manos extendidas y los labios mordidos en una terrible expresión suplicante, esperando la caridad de alguien que, en apariencia, sí tiene para comer.

Esos niños se han proliferado tanto que podrían llamarse una plaga. Son todo un problema de salud pública. Una cofradía de culto a la desnutrición. Un conglomerado de desdichados y miserables que reparten su tiempo entre pedir y sobrevivir en medio del caos.




Fotografía: @miguelgutierrezphoto



Cualquier pesimista se limitaría a insistir en que su triste e injustificada existencia es culpa del inepto de Nicolás Maduro y su tren de ladrones con micrófono. Pero esta noche tuvimos la oportunidad de dejar de lado esa mala vibra que crece y se fortalece en medio de esta maldita realidad tan asquerosa.

Resulta que hace más o menos 3 semanas estábamos en ese mismo lugar y como de costumbre, un desfile de hambrientos paseó frente a nosotros buscando compasión, comida y piedad. En aquella oportunidad mi mamá había tenido un día terrible en el trabajo. Habían hecho los exámenes de salud ocupacional que revelaron que el 70% del personal que labora en la empresa presentaban grados de desnutrición. El más "obeso" alcanzó tan sólo los 58 Kg y mide 1.80 mts. Imaginen ustedes...

Además, había discutido con varias personas, la insultaron en la calle. Como de costumbre subió el dolar, de forma automática todos los precios así que se quedó sin poder comprar algunas cosas. Para finalizar la tarde tuvo un lío de quinto patio con mi hermano, así que se sentía realmente mal.
por eso fuimos a ese lugar en busca que su típico helado a ver si se calmaba.

Rememoro esa ocasión porque entre el grupo de chiquillos hay una niña que se le acercó expresamente a ella para pedir comida. No fue una buena idea; la desdichada habló justo en el momento en que mi enfurecida y frustrada madre me contaba su día terrible y revivía cada gramos de indignación y arrechera, así que en medio de la cólera casi contenida, sólo pudo responder a la pequeña con un rotundo y torturador NO.



Fotografía: @rosannahallak



Incluso a mi me dolió, e igual que la pequeña, sólo pude guardar silencio y bajar la mirada. Ella sólo siguió su camino con dolor en el rostro y resignación en el andar.
Transcurrieron sólo dos minutos para que mi madre analizara lo ocurrido y rompiera a llorar. Buscó a los niños con la mirada pero ya todos se habían ido. Era tarde.

Terminar su helado fue terrible para ella, que se entregó irremediablemente al llanto y la vergüenza. Las siguientes 3 horas sólo pudimos hablar de lo miserable que se sentía. Que no debió hablar así a esa inocente, carente de toda responsabilidad y culpa. Nos dedicamos a analizar su situación y la de otros tantos como ella.

Sólo pudimos lamentarnos, pedir perdón a Dios y la oportunidad de redimirnos, para concluir, como de costumbre, que lo peor que le ha pasado a Venezuela vino pintado de rojo con una H y una N como iniciales del nombre. Pero no comentaré nada sobre eso.

Escribo estas líneas para contarles que hoy volvimos a ver a Diosley. Sí, así se llama. Diosley, o lo que es lo mismo: Ley de Dios.

Hoy se acercó de nuevo a nuestra mesa. Tenía la misma camiseta vieja de Hello Kitty que alguna vez fue de color blanco, un blue jean que tal vez tenga desde los 7 años porque, no sólo está muy roto y muy gastado, sino que ya no le cierra. Un par de zapatos de varón que no le cubren los pies y el cabello rizo amarrado en una cebolla que hace mucho no se peina, ni se lava, ni se suelta.




Fotografía: @federicoparra




Hoy se acercó otra vez, con la mirada suplicante, avergonzada y hambrienta.
No habló, sino hasta que levanté la mirada fijamente a sus ojos enormes de pestañas insólitamente largas.
 "¿Señora, me puede dar algo de comida?"
Esas fueron sus palabras.
Tomé un plato de cartón que me entregaron con la pizza y le coloqué un trozo.
Se lo di en las manos y lo recibió con tanta desesperación y gratitud que casi lloré en el momento.
Pero me contuve porque entonces fue mi madre, con su helado en mano, quien llamó mi atención.

La miró fijamente y la invitó a sentarse con nosotras en la mesa. Ella, confusa e insegura accedió lentamente y se colocó frente a mi. Mi madre se giró y conversó con ella.

Tanto Diosley como yo quedamos desconcertadas con sus palabras. La pequeña parecía no entender lo que sucedía y yo, entre conmovida y orgullosa no encontraba cómo comer. Tanto así, que di refresco y pizza a dos pequeños más que se nos acercaron mientras ella hablaba. Yo ni lo razoné. Mis manos se extendieron solas mientras mi cerebro se percataba de cada letra que salía de los labios rojos y carnosos que decoran el rostro de la que me parió.

"Me pediste comida hace varios días y yo te dije que no"
"No debí hacerlo"
"Te pido perdón"

Diosley se quedó en una pieza, y yo también.
Sus ojos eran pura agua y su labio inferior temblaba de a ratos.
Ambas la escuchábamos hablar con atención hasta que le preguntó su nombre y yo, tuve la necesidad periodística de intervenir.

La niña tiene 11 años de edad. Estudia 6to grado en un colegio público del que no recuerdo el nombre. Es la penúltima de 5 hermanos y deambula por ese lugar todas las noches para "acompañar" a su hermano mayor.
Ella dice que tiene 14 años y trabaja allí parqueando carros.Él estudia 3er año de bachillerato y la cuida todo el tiempo.



Fotografía: @yasmiangeles


Su papá, es un fantasma. La ausencia hecha nombre. Una basura, tal vez. Y su mamá, es discapacitada. Tiene una pierna muy corta y "no puede trabajar".
Es alcohólica.

Diosley es espeluznantemente delgada.
Su piel morena maltratada por el sol adoptó un color dorado que con agua, jabón y cremas se vería muy hermoso. Su cabello es castaño medio.
Tiene muchas marcas. Cicatrices redondas que parecen heridas de bala, picadas en las piernas, pero ni una espinilla en la cara. Aún es joven para eso.
Tiene un cutis casi perfecto. Lindo, aunque sucio, pero eso se lava.

Y luego están sus ojos... Sus ojos son una mezcla espantosa de inocencia, confusión y sufrimiento.

Sus ojos me estrujaron el pecho, el cerebro y el alma.
Tanto dolor es injusto en un sólo ser humano, sobre todo si es tan joven y pequeño.

Nos contó que es buena estudiante y a veces saca 20 en sus tareas.
Aunque fue muy desconcertante que quiere ser médico forense de grande.
Es gracioso porque hasta hoy supo lo que hace un médico forense. Dijo que no le importa que tengan que abrir cadáveres. Eso es lo que quiere. Ojalá lo logre.

Nos dijo que cree en Dios, que quiere ayudar a su familia y las 3 veces que intentamos hablar de sus padres, golpeó la cabeza contra la mesa y rompió a llorar.
No pudimos volver a preguntar.
Pero mi madre no perdió la oportunidad de invitarla a la iglesia cristiana donde se congrega.
Le dijo que la buscara allí el domingo a las 10 de la mañana, que la invitaría a desayunar.

Ojalá vaya.
Yo no soy cristiana pero creo firmemente que las vidas sí se rescatan con la ayuda de Dios.
Sólo hace falta querer hacerlo.
Mi madre quiere hacerlo.

Escribo estas líneas para contarles sobre Diosley, y esta experiencia tan nutritiva. Aunque en los últimos días he tenido demasiadas maneras de comprobar que en este país de verdad morimos de mengua.




Fotografía: @yasmiangeles



Ya no somos VENEZUELA, el país del petróleo, las playas o las mujeres bellas.
Ahora somo VENEZUELA, el país de la delincuencia, la paranoia y los re brotes de epidemias erradicadas hace décadas como la Difteria.
Somos VENEZUELA, el país donde la muerte no descansa y la delincuencia es un rito.
Somos VENEZUELA; el país de los muertos jóvenes, de los huérfanos, los desempleados, las prostitutas y los cobardes.
Somos VENEZUELA, El País del Hambre...

Pero no todo es maldad en el mundo.
O al menos eso quiero creer.
Así que decidí escribir esta anécdota para contarles sobre Diosley y lo poco que sé de su historia, pero sobre todo, la escribo para contarles que conversando con ella sucedió algo extraordinario.

Hoy, de manos de una niña desconocida, desamparada y tal vez condenada a la miseria, aprendí sobre el perdón.

Sé que mi mamá consiguió eso esta noche.
Sé que Diosley la perdonó por el mal trato de la otra vez. De no ser así, no le habría dicho que la buscaría el domingo, no habría agradecido lo que al final fueron dos trozos de pizza y el helado que terminamos por darle, y no se habría despedido gentil y rápidamente para llevarle lo que le quedaba a su hermano, antes de que se derritiera.

No le habría sonreído a mi mamá, con esos dientes diminutos y sorprendentemente blancos.

No habría llorado por sus padres, ni nos habría dicho que cree en Dios.

Gracias, Diosley.


Hoy me enseñaste qué es el perdón.

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