sábado, 8 de julio de 2017

Mi querencia

Sí, mi querencia. Todos tenemos una. La mía no es como la del Tío Simón, pero querencia al fin, duele como duelen los recuerdos y sigue latente en mi pecho como si nunca me hubiese ido.

A veces me tomo el tiempo para recorrer algunas fotografías. Realmente son pocas, pero son suficientes para revivir en fracciones de segundos, cada instante añorado, lejano en las memorias.






Extraño los amaneceres y las puestas de sol que ofrecen espectáculos de mil colores. Los pájaros revoloteando y los pinos que gotean rocío eterno que no se evapora porque el sol no calienta lo suficiente.

Extraño el olor a tierra y madera húmedas y el piso lodoso que siempre ensucia los zapatos. Extraño la vista de caballos, flores y Caracas a lo lejos. Con el Ávila de frente y el alma feliz.


Extraño las caminatas entre árboles y barrancos al salir de clases, las noches de té viendo la luna y las estrellas (fugaces también) en un cielo infinito e ininterrumpido.

Extraño el aire puro y helado que reconforta los pulmones, el olor a moho y la humedad infinita que dañaba los muebles.

Extraño los sábados de cochino frito en el almuerzo y fresas con crema de postre, para rematar con cachapas y chocolate caliente para la cena.

Extraño esos lugares pequeñitos a los que llamé hogar (muchas mudanzas) pero siempre en mi montaña querida.

Extraño las tardes de pólvora, tiro y polígono con mi padre. Las caminatas largas entre montes arropados por el frío de esa montaña.

Mi Junquito querido.
Mi querencia arraigada.






Extraño la atribulada vida caraqueña, apaciguada en cada viaje sobre el nivel del mar de regreso a casa.

Extraño las tardes de música en las iglesias, en las plazas, en las esquinas o dónde nos atrapara la tarde, en esa ciudad, con queridos amigos.
Extraño los miércoles de cine y viernes de reunión familiar, en esa ciudad.

Sin duda alguna me hace falta la traumática y desastrosa experiencia del metro de Caracas, o las avenidas de esa ciudad bendita llena de gente calurosa y tan humana que se te infla el pecho.
Mi gente bella, de esa ciudad.

Pero sobre todo, extraño esas dos horas de viaje por carretera sobre el nivel del mar.
A mi casa, a mi montaña. En el carro (luego camioneta) de mi madre. Con su compañía. Ambas hablando como locas sobre las anécdotas del día. Cantando a todo pulmón sin importar que alguien nos viera o escuchara.
Puras, sinceras. reales.
Caraqueñas.
Y yo, junquiteña de pura sepa, además.

Ya no hacemos esas cosas.
Y quiero que vuelvan.




Hace casi dos años que no regreso a esos bosques ¡y cómo le hace falta a esta piel que la arrope la neblina!
Ahora vivo atribulada, infeliz pero satisfecha (o tal vez al contrario) entre dos ciudades calurosas donde las nubes asoman para dar más calor.

¡Cómo extraño la lluvia!
La de verdad.
La que castiga a los árboles y recuerda quién es quién manda sobre la tierra.
Extraño el frío y las noches tormentosas de viento silbante contra la ventana.


De separarme y extrañar se ha compuesto mi vida. Ya me acostumbré a  dejar cosas atrás y a no apegarme a lo nuevo para que no duela la próxima despedida.

De despedidas y "no me olvides" se vistieron mis años escolares.
Estrategia útil para tener el sentimentalismo como último recurso.
Pero eso no me exime de escribir mis temores y mis penas.

Naturalmente, encuentro en el lápiz y el papel (o el teclado) un refugio irreemplazable.


Muchas cosas han quedado atrás. Muchas cosas me han dejado atrás.
Pero mi querencia siempre va a ser mi montaña amada.
Mi Junquito.
Mi Caracas.
Mi ciudad.

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